Está lleno de racimos de uvas por todos lados. Por donde camine hay uvas gordas y violetas, tanto en el piso como colgando de la parra. No puedo evitar pisar algunas, que se revientan contra la suela de mis sandalias, haciendo que el jugo se escurra por las ranuras de las baldosas. Los racimos pesan en la parra, y parecen querer desprenderse de un momento a otro de tan maduros. Me extraña que nadie las haya arrancado todavía, pues es época de cosecha y los viejos siempre fueron amantes del vino casero. Cuando era niña siempre me dejaban tomar un poquito mezclado con agua y a mí me encantaba ver el líquido rosado en el vaso. El rosado era mi color preferido. Los viejos preparaban una olla enorme de tallarines con mucha salsa y los enrollaban en el tenedor con gran habilidad. El día que logré hacerlo me sentí como si hubiera conquistado el mundo.
La casa estaba bastante deteriorada. No era la misma que acariciaba en mis recuerdos, llena de flores de colores, y manzanas y naranjas que perfumaban el aire. Los palos de madera que sostenían el techo del patio estaban vencidos, algo torcidos, y las flores de los canteros estaban secas. El manzano todavía estaba allí, pero el naranjo había sido cortado y solo quedaba un pedazo de tronco de unos veinte centímetros, con sus anillos a la vista como si fueran las tripas de un muerto.
Hacía años que no venía. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que los había visto. Pero, ¿cómo olvidar las tardes haciendo ropa de muñecas con retazos o armando ramos de flores para llevarle a mamá? ¿Cómo olvidar las tisanas de yuyos junto a la estufa en las tardes de invierno y la cuchara de madera que usábamos para hacer mermelada de frutas, los cuentos bajo el manzano, ponernos ruda adentro del zapato contra la envidia y las manos de Tonia haciéndome trenzas largas?
Yo tenía doce años cuando nos fuimos a España, pero nunca pudieron sacarme el recuerdo de la casa de los viejos… Seguí caminando entre las uvas, tropezando de a ratos con mis sandalias de taco fino y alto. Conocía el camino, lo conocía bien, y sin embargo parecía estar en otro mundo. Pasé por el gallinero y me asombró el silencio. No había una sola gallina y Tonia siempre había amado las gallinas. Le encantaban los huevos frescos y hacer tortas muy grandes, amarillas y esponjosas, para comer con la leche. También le gustaba hacer tortillas de espinaca bien redondas y les hacía caras con pedazos de zanahoria en lugar de ojos y una tira de morrón como boca. Yo siempre iba comiendo de los bordes para no deshacer la cara hasta que no tuviera más opción. A veces me dejaba ayudarla en la cocina y mi placer máximo era coronar la tortilla con los redondeles de zanahoria.
Algo no estaba bien. Algo no estaba nada bien. Los viejos no habrían dejado que la parra llegara a ese estado y nunca habría encontrado el gallinero vacío si todo estuviera bien. Sentí que se me hacía un nudo en el pecho. Intenté caminar más rápido, pero los tacos no me lo permitían. Entonces me descalcé y empecé a correr, dejando que las piedras afiladas rompieran las medias de nylon. Entré en la casa sin golpear la puerta, como siempre había hecho. Los llamé a los dos, a Tonia y a Lalo, pero nadie respondió. Empecé a abrir las puertas, buscándolos, hasta que de pronto oí un ruido que venía del comedor. Me acerqué en silencio y metí la cabeza por la rendija de la puerta.
Allí estaba Tonia, a mi Tonia, con el moño algo desarmado en la cabeza y una manta sobre las piernas, sentada en la mecedora de mimbre que le había hecho Lalo cuando tuvieron su primer hijo, con los ojos cerrados y la boca abierta, haciendo el ronquido clásico de la siesta. Estaba dormida. La mecedora rechinaba un poco y ella se movía hacia un lado y hacia el otro, como quien no está del todo cómodo pero no quiere interrumpir el sueño. Estaba muy vieja, más vieja de lo que yo recordaba. Mi viejita… debía tener ahora más de ochenta años… No era mi abuela de sangre, pero siempre la había querido como si lo fuera.
Sobre la mesa había una foto en blanco y negro de Lalo, con su traje de domingo y todo engominado. Esa foto se la habían sacado “cuando todavía era mozo”, me había contado Tonia un día. Tenía la cara sin arrugas y usaba tiradores. Lalo… ¿dónde estaría Lalo? Dejé a Tonia en su sueño y fui hasta el dormitorio. La cama grande de roble no estaba más. Todos los muebles de roble habían desaparecido y en su lugar había una cama de una plaza de madera blanca y una cómoda con restos de pintura celeste descascarada. Mi vieja estaba sola… nadie estaba con ella para cuidarla, para ayudarla a recoger las uvas o darle de comer a las gallinas…
Volví al comedor y me acerqué muy despacito. Le acaricié la cara llena de pliegues y ella abrió los ojos. Me miró como si no me conociera. “Hola Tonia” –le dije en voz baja, tratando de no asustarla–. “Soy yo, Camila, la hija de Estela y Alberto, ¿te acordás de mí?”. Ella entrecerró los ojos de nuevo y casi en un susurro me contestó: “Juntá las uvas. Tenemos que hacer juguito rosado.”