Abrí la puerta con el mismo entusiasmo con el que levantaba la pala llena de arena, hora tras hora, día tras día. No era un viaje de placer, nada más alejado. Ni sé cómo había llegado a ese hotel, tampoco era importante. La habitación era pequeña y oscura. Dejé la valija sobre la cama. Era una cama de madera de esas que seguro crujen de noche y te sobresaltan cuando estás a punto de dormirte. Igual era poco probable que lograra pegar un ojo. Pude notar que las sábanas eran finas como capas de cebolla y me llamó la atención que la manta, igual de vieja, estaba pegada con cinta aisladora.
Fui hasta el baño para darme una ducha. Necesitaba quitarme el olor a muerte. El panorama era igual de desolador. Los artefactos de época, con manchas marrones sobre la loza blanca, una especie de bacha cuadrada como base para la ducha, el vaso sobre la mesada, blancuzco con restos de pasta dental y vaya a saber qué más. Me miré al espejo sin reconocerme. Era un hombre viejo, de piel cuarteada por el sol y ojos tristes, muy tristes. Desistí de bañarme. Ni siquiera era capaz de sacarme el gorro de lana de tan intenso que era el frío.
Volví a la habitación, me senté en la cama y abrí la valija. Allí estaba mi gran compañera, la que nunca me fallaba, la que me hacía olvidarla. Llevaba años haciendo su trabajo. Le quité la tapa despacio, desenroscándola lentamente como quien desnuda a su amante por primera vez y tomé un sorbo del pico. Ni siquiera había un vaso decente en la habitación. En el silencio de la noche, solo con mi botella, brinde por ella, por aquellos momentos mágicos que ahora, con su partida, tenía la certeza de que no se volverían a repetir.