La primera vez que pasé por allí, me llamó la atención el olor a limpio que salía de la precaria casa, algo bastante inusual en esa zona del pueblo. Me asomé por la ventana y la vi sentada a la mesa. Era una mujer mayor, no sabría decir cuántos años tenía, pero la mirada bondadosa dejaba entrever un gran cansancio, como si la vida le hubiese cobrado caro su pasaje. Apenas me vio, me hizo una seña para que pasara. No sentí miedo, al contrario. Esa invitación fue como una alfombra roja a su pequeño palacio, o así me pareció en aquél entonces. Supongo que una parte de mí también tenía la esperanza de que me diera algo de comer, y la intuición no me falló. Ni bien entré, me indicó que me sentara y, sin preguntarme si quería, puso a calentar un poco de leche.
Me llamó la atención el recipiente que usó para calentarla. Era demasiado hermoso y desentonaba con las paredes rústicas, llenas de humedades, que se entrelazaban formando extraños dibujos. El jarro reflejaba los rayos del sol que se colaban por la ventana como si fuera de oro. A mi corta edad, nunca había visto un objeto tan brillante.
Tomé la leche en silencio, muy rápido, algo avergonzado porque el hambre me hacía sonar las tripas, y ella no me hizo preguntas. Cuando me iba, me dio un pedazo de pan, tal vez el único que tenía, y me sonrió con los labios apretados, para que no viera sus dientes, o la falta de ellos. Le devolví la sonrisa, tomé el pan con las dos manos y salí caminando hacia atrás, como haciendo una reverencia.
Unos días más tarde, una fuerza extraña me llevó de nuevo hasta su ventana. No sé qué era, pero había algo en ella que me generaba mucha curiosidad y admiración, como si detrás de ese disfraz de mujer pobre se escondiera alguien de la realeza. Aquella primera noche, recostado en un montón de paja en el granero que a veces me servía de refugio, la imaginé joven, con el pelo negro en vez de gris, los ojos negros brillantes como ópalos, vestida de seda y rodeada de muchos objetos brillantes como el hervidor de leche.
Me acerqué a la ventana despacio, como un pequeño espía, y la observé un buen rato. Tenía una especie de cuaderno de hojas amarillas, cosidas con un hilo grueso, donde hacía unos dibujos extraños, o eso me parecieron en aquél entonces, cuando todavía no sabía escribir. En un momento, debió intuir mi presencia, porque se levantó de la mesa y se acercó hasta donde yo estaba. Al verme, esbozó nuevamente esa sonrisa apretada, sin poder ocultar su alegría, y otra vez me hizo un gesto para que pasara.
A mí también me dio alegría, y esa vez no solo porque sabía que me iba a dar algo de comer. Su presencia me daba paz, algo que desde la muerte de mis padres no había sentido. A mis once años, llevaba varios meses vagando por la calle, comiendo las sobras que me daban algunos vecinos de la zona y, a veces, lo que encontraba en la basura. Una vecina me había sugerido que me acercara a la iglesia, que tal vez allá tendrían algún lugar donde pudiera quedarme, pero el párroco siempre me había dado mala espina, y mi instinto me decía que era más seguro seguir en la calle. Años después me enteré de algunas historias que me hicieron agradecer no haber ido.
Entré en la casa y me senté a la mesa, como la vez anterior. Ella me volvió a servir leche caliente. Pero esa vez se sentó conmigo. “¿Cómo te llamas?” –me preguntó–. El sonido de su voz me resultó extraño, como si escapara de la boca sin permiso por los huecos de los dientes que faltaban. Tenía uno sí y uno no. “Marcelo –respondí– pero mis padres me decían Chelito”. “Chelito…” –repitió ella, y a mí se me ablandó el corazón–. Hacía mucho que nadie decía mi nombre, y escucharlo me llevó por un momento a épocas más felices, cuando mi madre me llamaba desde la cocina para que fuera a comer.
Al verme la nariz roja, como de quien está a punto de llorar, ella me tomó la mano con ternura y sonrió, esta vez con la boca más abierta, como si hubiera perdido la vergüenza de mostrarme los dientes. “Mi nombre es Almenara”. Yo pensé que era un nombre raro, de princesa, y volví a imaginarla joven, vestida de seda. No hablamos más esa tarde, pero al despedirnos, en vez de darme pan, me dijo “Te espero mañana”. Yo solo asentí con la cabeza.
Empecé a ir todos los días, al principio por las tardes y luego desde el mediodía, hasta que un día me invitó a quedarme a dormir. La casa tenía una sola pieza, así que al lado de su catre había armado una especie de colchón con paja y unas cobijas. A partir de ese día su casa pasó a ser mi casa. Nunca me habló de su vida, las pocas veces que le pregunté ella se limitaba a sonreír y a sacudir la cabeza, como si no tuviera importancia. Me daba mucha curiosidad, pero aprendí a respetar su silencio.
A veces se iba por las tardes y volvía con jarros de leche u hogazas de pan, y muy de vez en cuando, algún trozo de carne que compartía conmigo. Bueno, compartir es una manera de decir, porque prácticamente me la daba todo a mí. “Tú estás creciendo” –me decía–. De dónde sacaba la comida, o el dinero para comprarla, también era un misterio.
Un día me mostró unos objetos raros, llenos de símbolos y unos pocos dibujos. “Son libros”. La miré extrañado, sin entender a qué se refería. Pero día tras día me fue enseñando a leer, y luego a escribir. Al principio ella me leía en voz alta; después, cuando aprendí, le leía yo. Me hacía muy feliz hacerlo, porque sabía que sus ojos ya estaban muy gastados. A veces ella se dormía escuchando mi voz, como si fuera una canción de cuna. Yo seguía leyendo un rato más, hasta que estuviera profundamente dormida, la tapaba con una manta y me iba a mi rincón, a soñar con las historias que había leído. A pesar de la pobreza del lugar, nunca me había sentido tan rico.
Estuve con Almenara cuatro vueltas al sol. Una tarde, cuando llegué a la casa, la encontré tirada en el suelo, con la vista fija en el techo. Yo, que ya conocía la muerte, entendí de inmediato que se había ido para siempre. Sabía que sin ella no podría quedarme en la casa, que alguien me iba a sacar de allí, así que tomé las pocas cosas que tenía, los libros y el jarro brillante que tanto me gustaba, y me fui caminando despacio, con el corazón pesado. Iba a sentir su falta, pero su pasaje por mi vida me había transformado, y eso no me lo podía quitar nadie.
Años después, luego de trabajar en varias tabernas, un cliente se enteró de que sabía leer y escribir –algo bastante raro para alguien como yo– y me ofreció que trabajara con él por una buena paga. Con el tiempo, logré tener mi propia casa y formar una familia. Los fines de semana recibía a varios chiquillos de la calle, les daba leche que calentaba en el jarro brillante y les enseñaba a leer y escribir. Ese era mi tributo a ella, mi manera de devolverle todo lo que había hecho por mí.