La ventana estaba rota. Para cerrarla había puesto un pedazo de papel doblado varias veces entre las dos partes del marco y una piola gastada que iba de una manija a la otra. Y aun así, cuando el viento soplaba fuerte, vibraba un poco y dejaba pasar finas ráfagas de un aire helado.
Bruno estaba sentado frente al escritorio, o mejor dicho, a la mesa que usaba como tal. Tenía una taza de café por la mitad, que ya estaba frío, y un cigarrillo consumiéndose en el cenicero. Como tenía las medias agujereadas, para no sentir frío se había envuelto los pies en una manta tejida que había estado en la familia por generaciones, a esas alturas también llena de agujeros. Enroscada en el cuello como una boa peluda, llevaba una bufanda que algún día había sido verde. Las manos finas, con dedos largos y huesudos, estaban insensibles por el frío. Los pantalones de pana marrón, bastante descoloridos, estaban algo estirados pero no le quedaban mal.
Hacía horas que trataba de concentrarse y escribir un cuento, pero nada de lo que plasmaba en la hoja lograba convencerlo. Se sentía frustrado. Soltó la lapicera con cierto desprecio y se recostó en el respaldo de la silla, estiró las piernas e hizo crujir las manos en un intento por deshacerse de la pereza que le estaba ganando la partida. La cabeza le iba a estallar. Tiró la manta sobre la cama y se puso las botas negras, el tapado de franela gris y la gorra que había sido del viejo. Se acomodó la bufanda para salir a la calle. El frío no le importaba. Necesitaba otro aire, uno que no tuviera el olor a rancio del minúsculo apartamento. Estaba cansado, aburrido, desmotivado. Necesitaba algo que lo distrajera, que hiciera volar su imaginación.
Bajó por las escaleras apurado. Empezó a caminar sin rumbo, sin prestar mucha atención a la gente.
Decidió entrar en un café. Aunque sabía que no tenía mucho dinero para gastar, le gustaba el ambiente intelectual y bohemio que tenían los cafés de la zona, en especial el viejo Sorocabana. Además, siempre podría ayunar al día siguiente.
Se sentó en una pequeña mesa redonda de mármol veteado con gris, pidió un café en vaso, chico, y se dedicó a observar a su alrededor. Varias personas entraron y salieron mientras Bruno seguía en la mesa, con el vaso de café vacío.
En un momento entró una chica con grandes ojos castaños y una boina roja. Se sentó en una mesa a unos pocos metros de él, pidió un café doble, en taza, y esperó. Miraba la puerta con mucha ansiedad, como si alguien importante estuviera por aparecer en cualquier momento. Bruno la observaba sin demasiado disimulo.
Pasaron quince minutos y ella seguía esperando. Había terminado el café y se mordisqueaba con nerviosismo los dedos, arrancando cada tanto algún pellejito con los dientes. Miraba el rejo, miraba la puerta, miraba el reloj, miraba la puerta. Pasaron otros quince minutos. Estaba claro que la persona que esperaba ya no iba a llegar. Bruno sentía mucha curiosidad. ¿A quién estaría esperando?
Tanta era curiosidad que luchó con su timidez y se acercó a la mesa. Ella lo miró desconcertada, como si no entendiera de qué le estaba hablando, cuando él se presentó y le dijo con frases entreveradas que hacía rato la observaba y tenía ganas de conversar un rato. Ella sonrió y le indicó que se sentara, señalando una silla. “Soy Amanda” –le dijo bajando la vista–. Se notaba que no estaba acostumbrada a que le hablaran desconocidos.
Se acercó un mozo y Bruno pidió dos cafés chicos, en taza, pensando que iba a tener que pedirle algo de plata prestada al Tito, cosa que no le hacía ninguna gracia, pero valía la pena para conocer un poco a esa chica. Con suerte podría inspirarse y terminar el cuento que había empezado, y alguien podría publicarlo y se haría famoso, y ya no tendría que pedirle plata ni a Tito ni a nadie.
“¿A quién esperabas?” –le preguntó Bruno sin rodeos–. Sentía curiosidad y no era hombre de muchas palabras. Le gustaba escuchar y tenía el don de hacer que las personas se abrieran y le contaran sus mayores secretos como si lo conocieran de toda la vida. “A mi padre, pero ya no creo que venga” –contestó ella bajando la mirada y mordiéndose el labio inferior–. Debía hacerlo muy a menudo, pensó Bruno al notar una pequeña marquita roja en el labio, como si un insistente diente pinchara y raspara el mismo lugar una y otra vez. “En realidad no me importa, –siguió ella, como tratando de justificarse o convencerse a sí misma– siempre dice que va a venir y después no viene. Cuando era chiquita mi madre me vestía para salir, me hacía las trenzas y yo me sentaba a esperarlo en el sillón de mimbre que estaba al lado de la puerta, ansiosa por verlo. Pero él no llegaba y ni siquiera llamaba por teléfono para avisar que no podía venir. En aquella época sí me importaba y me quedaba triste pensando que yo debía haber hecho algo mal, o que me veía fea y que por eso él no me quería. Pero ahora no me importa.”
Bruno la observó con su vestido de lana gris con flores bordadas en rojo, maquillada con esmero y la boina roja que hacía juego con su vestido. Parecía salida de una revista parisina. Y llevaba allí esperando más de una hora. Ella sacudía la cabeza llena de rulos castaños que saltaban como finos resortes, con los ojos delatadoramente brillosos, sonriendo por momentos y mordiéndose el labio inferior en otros, diciendo “Ya no me importa”. “¿A quién quería engañar?” –pensó Bruno con ternura–.
Ella miró el reloj y vio que eran más de las once. Le dijo que había sido un gusto conocerlo pero que ya había esperado demasiado y tenía muchas cosas que hacer. Seguía tratando de demostrar que no le importaba. Pagó los dos cafés que había tomado, aunque Bruno insistió en invitarla, y se fue. Al final –pensó– no iba a tener que pedirle plata a Tito, y se quedó en la mesa un rato más. Él no tenía muchas cosas que hacer.
Unos minutos más tarde entró un hombre bajito y panzón, con pelo canoso y lentes redondos. Recorrió con la vista cada una de las mesas como buscando a alguien que no encontró, se dio media vuelta y se fue. Bruno se preguntó si sería el padre de Amanda y, otra vez impulsado por la curiosidad, dejó unas monedas de propina sobre la mesa y salió detrás de él.
Ya se había olvidado de lo fría que estaba la noche. Tenía que comprarse un par de guantes.
El hombre caminaba rápido y Bruno tuvo que apurar el paso o para no perderlo de vista. Cruzó la plaza y entró en una casa que tenía las luces encendidas. “Ahora no voy a poder averiguar nada” –pensó–. Pero se acercó a la casa y vio que las cortinas no estaban del todo cerradas. Era una habitación chica pero muy cálida, con dos sillones de cuerina verde llenos de almohadones y una biblioteca de madera con muchos libros. Había una alfombra con arabescos de colores donde dormía plácidamente un gato gris y un cuadro con un barco colgado en la pared. Entonces, en un costado la vio, colgada en una silla, la boina roja. Por lo menos esa vez, aunque tarde, el padre de Amanda había llegado.
Bruno se metió las manos en los bolsillos y siguió caminando. Silbaba la cucaracha y se sentía contento. Ahora sí quería llegar a su apartamento. Tenía muchas ideas para escribir una novela, y esa sí iba a ser publicada y lo iba a hacer famoso, así nunca más tendría que pedirle plata prestada ni a Tito ni a nadie.